El bailaor que llegó de París

Un célebre hombre-medicina sioux -Lame Deer- ironizaba diciéndose perplejo por que los cristianos, en cuyo libro sagrado la primera mujer entabla conversación con una serpiente, se espantaran ante su afirmación de que él conociera la lengua de las águilas, asignatura cuyo dominio, desde la perspectiva del Simbolismo tradicional, no deja de encarnar un clarísimo signo de recuperación del estado edénico o –como poco- de retorno a esa frontera entre el Cielo y la Tierra donde el drama de la caída del hombre primordial se dirimió. Es de lo que, en el fondo y como en otra columna ya apuntamos, nos habla Riqueni, no sé si con conciencia de ello, en esa bella pincelada de su Parque de María Luisa inspirada en el trino de los volátiles.

Y es que el arte, de algún modo, no deja de ser una pugna por volar o, cuando menos, permanecer erguido y no precipitarse al vacío. Por ejemplo, José Maya, hoy recién llegado a Pamplona desde París, donde vive y suele estrenar sus espectáculos, ya aseveraba muy serio cuando apenas sumaba diez años de edad y tomaba clases con Güito, Manolete y Joaquín Cortés, que la principal fuente de inspiración para su baile era la columna vertebral de Yul Brynner (“El gitano que sale en Los Diez Mandamientos y en Anastasia, puntualizaba acto seguido). Así que no podrá extrañar al lector que su flamenquísimo danzar -que deslumbró a la afición congregada para admirarlo en el tablao del Hotel Tres Reyes, en el ciclo nocturno de Flamenco On Fire– me haga a mí pensar en la reasunción del estado primordial y cosas de ese orden. Sobre todo en las cejas -que no son sólo los arcos que prestan pórtico a los ojos, pues las “cejas” del bailaor son los acentos de su arte- me recuerda José Maya, en algo, al oráculo del Tíbet cuando entra en trance (o entraba, pues no sé si el Dalai Lama llegó a levantar la prohibición de su actividad, por él decretada hace unos años). Y me lo recuerda porque el suyo es un baile diríase que sostenido, en el plano sutil, por la energía benéfica y perseguidora de la catarsis de los bodhisattvas y las deidades terribles del budismo mahayana, resplandeciente -por lo general, en letargo- en nuestra médula espinal. Acaso no por azar, sólo unas horas antes de entrar a ver su actuación, me he topado en la calle de la Mañueta con el cartel anunciador de una conferencia del XVII Karmapa del Tíbet…

Como corresponde al escenario del hotel, cuya denominación -como me precisa Jesús Basurte- nos remite a los tres primeros Monarcas de Navarra, aunque yo prefiera pensar que alude a los Reyes Magos, los recursos bailaores de José Maya revelan asimismo ser no menos salomónidas que mahayana, pues no en vano el Rey de Israel fue también ducho, como la estirpe de Lame Deer, en la Lengua de los Pájaros. Pese a no traer consigo esta vez a Juana la del Pipa, su Reina de Saba en su más reciente montaje, edifica el bailaor el Templo de la siguiriya, la soleá y la bulería a pulso de inspiración, que es la verdadera Monarca consorte en esto, y, tal que dicen que Menelik, hijo de ambos, se llevó el Arca a Etiopía para ponerla a resguardo y proteger al género humano de su poder, así José Maya remata su número final cantando él mismo un fandango del Rubio y una sentida letra por jaleos, como antesala de su airoso paseo de despedida -esa estación del baile que, en los albores del flamenco, los aficionados llamaban La Huida a Egipto– valedor por sí solo por toda una noche de arte.

Por supuesto que ya de salida había fascinado y dejado a la expectante concurrencia conmocionada por lo rotundo, distinguido, imperial e irreprochablemente trenzado de un baile ornado por un marcaje de ígnea plasticidad y que, en sabor y cejas -o acentos- recuerda al de los mejores de la historia. Y a lo largo de toda su comparecencia pone el ambiente al rojo vivo con su viril virtuosismo, facturado con mimbres de gitanísimo cosmopolitismo.

De fondo, la guitarra de Pino Losada, con rumorosos guiños a Sabicas, otorga la bendición musical a su faena de puerta grande, seguida por cuantos la presencian con el ánimo de quien contempla el aflorar de una impronta bailaora rebosante de sentido y ajena a superficialidades y concesiones a la galería, y en la que Piraña nos regala sobre su cajón pasajes rítmicos imbricados con el baile con un encaje en verdad de asombro, dado lo complejo de los pasos. ¡Mágica aleación que ni muchísimo menos se ve todos los días! Al cante suenan la muy gitana garganta y el aire inconfundible de Enrique El Extremeño –que sale a los medios con su sartal de tonás y trillas- y el siempre afinadísimo metal de Rubio de Pruna, de tan bien limados bordes por malagueña, banderilleando ambos con gran clase.

Ha merecido, pues, la pena asistir a la gala de quien es, este año, el único bailaor anunciado en los carteles de Flamenco On Fire. Era de esperar que Pamplona se rindiera ante su arte, como por lo general sucede en todas las plazas en que hace destellar sus botines este coleccionista de pintura y vinos añejos. ¿Se verá aquí, en el Baluarte, su Latente, aclamado en Le Palace de París y, luego, en el Teatro Español? ¿Ofrecerá en primicia a la capital navarra su próximo montaje? Venga con lo que venga, a buen seguro será siempre recibido con los brazos abiertos por cuantos hoy le han aclamado.

Sigue Flamenco On Fire, y seguiremos nosotros contándoles algunos de sus momentos memorables. ¡Hasta pronto!

Fotos de Paco Manzano.



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